En la
novela breve La balada del café triste se reúnen algunos de los rasgos
distintivos de Carson McCullers (EEUU, 1917): la brutalidad con que transforma un escenario
convencional, el de un pequeño pueblo sin perspectivas ni oportunidades de
ningún tipo, en el espacio para la lucha
feroz entre un puñado de personajes desfigurados hasta lo grotesco, que se
perseguirán como fantasmas unos a otros en un desencuentro permanente,
un asunto habitual en McCullers que ella ya anunciaba con el título de su
primera y conocida novela El amor es un corazón solitario.
“El amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en
el corazón del amante (...) no hay amante que no se dé cuenta de esto, con
mayor o menor claridad”, dice, en esta novela cuya originalidad no reside tanto
en los temas planteados como en la crudeza del tratamiento de McCullers, sin
ambigüedades ni complacencia a la hora de retratar el vacío incorregible en que
viven sus personajes. Lo cierto es que la autora, en la escenografía vulgar de
un café abierto en un pequeño pueblo presidido por la tosquedad y la falta de
comunicación de las atmósferas rurales, propone
las atracciones más insospechadas, propias de un teatro de esperpento:
Miss Amelia, una solterona volcada en la gestión de la herencia familiar, alta
y delgada como un hombre y con hábitos igualmente masculinos, caerá rendida a
los dudosos encantos del primo Lymon, un jorobado, enano, buscavidas, sin otra
virtud que su labia de tahúr en el café, quien a su vez perseguirá a Marvin
Macy, un bello expresidiario famoso por su crueldad, que años atrás a su vez
fue marido de Miss Amelia durante apenas diez días, en los que sufrió todo tipo
de muestras de desprecio por parte de su mujer.
Da igual, parece decir McCullers, qué virtudes tengan o no los amados, ni
tampoco importa su sexo o su belleza ni su posición social, igual que si cualquier pasión fuese una
enfermedad aleatoria que naciera en la soledad de cada cual, sin
respuestas ni llamadas que lo justifiquen, y contra el que el rechazo, lejos de
disuadir, actúa como el veneno más adictivo.
McCullers se recrea en el morbo de la violencia, en el patetismo de sus
personajes rebajados por su condición de cazadores frustrados, en ese estigma
de nómadas encaprichados de espejismos que los define a todos y cada uno de
ellos. Las escenas a las que arroja a sus personajes tampoco presentan
complacencia alguna: Miss Amelia y Marvin Macy, que pese a su dureza no dejará
de flaquear ante la que fuera su esposa durante poco más de una semana,
protagonizarán un combate de boxeo público, mientras que el jorobado Lymon,
ajeno a las insólitas atenciones de Miss Amelia, se arrastrará detrás del
presidiario pese a que este le trate con el desprecio de una mascota.
El café en que estos tres personajes se entrelazan entre la multitud vulgar
del pueblo, y cuyo breve esplendor es impulsado por la aparición del primo
Lymon, hasta el regreso de Marvin Macy tras una de sus ocasionales estancias en
la cárcel, acabará cerrado, convertido
ya en adelante en el café triste, con sus ventanas selladas y sus lámparas sin
luz: reducido a una bancarrota idéntica a las historias frustradas que podrían
haberles unido a ellos tres, arrojados cada cual en adelante a un
desierto sin solución, igual que si sus destinos tuvieran el trazado de
vías muertas de una línea de ferrocarril inacabada.
Al cabo de los años, en el caserón en que estuvo instalado el café, sólo
quedará Miss Amelia: un personaje tan desvaído que nadie sabe ya si está viva
o si es es pura leyenda, apenas asomada a la ventana alguna tarde, buscando en
los espejos rastros de su juventud perdida.
Pese a la brutalidad de sus historias no hay en McCullers, en cambio,
muestra alguna de amargura, ni lamentos ni quejas ni tampoco desesperanza:
acepta la condición de las cosas como son, sí, como si debiéramos estar
preparados todos para la caza nocturna en un bosque, aunque en esa batida el
cazador acabe siempre con sus propias flechas clavadas en la espalda y el pecho
atravesado por los navajazos de la que iba a ser su presa. Nunca se entrevé ni
desaliento ni tristeza en sus libros: al contrario, McCullers no parece medir a sus
personajes por los trofeos que acumulan a la espalda, sino por la cantidad de
zarpazos recibidos, igual que si esa fuera la única forma de saber acerca de su
valía.
McCullers, una autora norteamericana imprescindible pese a que por su
muerte prematura y las enfermedades que sufrió no pudo desarrollar una obra del
todo extensa, cuenta con un talento muy personal, lúcido y salvaje, que brilla
en cada página, con personajes siempre
desfigurados por el vacío y el deseo.
Fuente: Javier Serena
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