Hoy, 14 de junio, nos despedimos
hasta el próximo curso. El resultado global ha sido muy satisfactorio. Hemos
leído buenos libros (bueno… algunos más flojos, lo reconozco), las reuniones,
en muchos casos, se han convertido en foros de debate dignos de comparar con
las mejores sesiones del Congreso y, sobre todo, hemos recibido a nuevos compañeros que han
enriquecido este grupo ya de por sí inmejorable. Bienvenidos y gracias a todos
por este fructífero año.
Para terminar hemos leído una novela corta del maestro Chéjov: La sala número seis, breve pero intensa
en su contenido. El escritor-médico nos adentra en las miserias y corrupciones
de un manicomio ruso dejado de la mano de Dios en el que los funcionarios y
personal del servicio muestran los mismos vicios y deficiencias organizativas
que los que gestionan algunos establecimientos públicos actuales. Nada cambia,
el ser humano tiende inercialmente a la vagancia y al deterioro moral (sí, se
salvan algunos, todo hay que decirlo). El protagonista de este libro, el médico
Andrei Efimich, que vive instalado en una confortable rutina, de la consulta a
su casa, sin intentar cambiar nada del hospital que regenta debido a su
espíritu poco combativo y a su tendencia a pensar que las cosas suceden se haga
lo que se haga para modificar su devenir, ve alterada su existencia cuando
casualmente visita la sala de los locos y mantiene serias conversaciones
filosóficas con uno de ellos.
Descubierta esta relación médico-paciente por otro doctor y malversando el
trasfondo de la misma, entre las autoridades y la organización del hospital
arguyen un plan para desprestigiar a Andrei y declararlo incompetente para su
oficio y alienado como sus pacientes. El desenlace del relato, desconcertante
pero ineludible, aparece preludiado por una descarnada frase del médico
protagonista:
“Mi enfermedad consiste únicamente en que en 20 años no he
encontrado más que a una persona inteligente en todo el pueblo, y ése es un
verdadero lunático”.
Anton Chéjov nació en Taganrog,
puerto principal del Mar de Azov, un 29 de enero de 1860. A los 24 años se hizo
médico. En 1886, Chejov se entregó a la literatura. Entre estas dos
grandes vocaciones discurrió su vida. “La medicina es mi esposa legítima y la
literatura mi amante. Cuando me aburro de una, paso la noche con la otra. Puede
parecer escandaloso, pero no es monótono y, además, ninguna sufre por mi
infidelidad”.
Escribió más de doscientos
cincuenta cuentos y novelas cortas y fue un extraordinario dramaturgo. La
gaviota (1896), El tío Vania (1898), El jardín de los cerezos
(1904), y Tres hermanas son sus piezas teatrales más memorables.
Antón Chéjov murió
prematuramente, a la edad de 44 años, en Badenweiler, Alemania, el 15 de julio
de 1904, víctima de la tuberculosis que había contraído a la edad de 20 años.
Se cuenta que cuando el doctor que le atendía quiso poner una bolsa de hielo
sobre el pecho, exclamó: “No se pone
hielo sobre un corazón vacío”. Sus últimas palabras fueron “Ich sterbe” (Me muero). Las pronunció
en alemán, idioma que no hablaba. Pidió una copa de champaña, la bebió y
expiró.
Fuente: http://www.editorialeneida.com/
Nos despedimos deseando a todos un feliz verano, que seguro que aprovecháis para leer. ¡Nos vemos en septiembre!